La primera “niña probeta”, Louise Brown, nació en el Reino Unido en 1978. Hoy, treinta y cinco años después, vemos la fertilización in-vitro como algo tan natural, tan cotidiano, que no llama en absoluto la atención: todos conocemos a alguna pareja que se ha sometido a la misma, si es que no lo hemos hecho nosotros mismos, ayudar artificialmente al proceso de concepción se ve como un factor completamente natural.
Los ciclos de popularización de la tecnología deben enfrentarse a numerosas barreras: además del desarrollo y perfeccionamiento de la tecnología en sí, hay retos como la progresiva disminución del coste o la aceptación cultural que toman su tiempo, pero que permiten avanzar en la curva de adopción. En veinte o treinta años, una gran parte de la humanidad verá el comer carne cultivada en un laboratorio como algo perfectamente normal.
Los procesos implicados en la cadena de producción de la carne son uno de esos secretos a voces de los que todo el mundo ha oído hablar en algún momento, pero que prefiere ignorar. Recientemente, el chef británico Jamie Oliver consiguió que McDonalds abandonase el uso de hidróxido de amonio en la producción de sus hamburguesas, un componente que se utilizaba para aprovechar las carnes de calidad más baja y convertirlas en relleno utilizando un compuesto que, además, es perjudicial para la salud. Pero ese tipo de procesos no son más que una pequeña muestra de las verdaderas barbaridades que se llevan a cabo en una industria que emplea más del 70% del total de antibióticos producidos para tratar a sus animales, generando cepas de bacterias resistentes y comprometiendo gravemente la salud pública, mientras utilizan técnicas de estabulamiento, tratamiento y sacrificio de los animales brutalmente crueles e inhumanas, en el desarrollo de un proceso radicalmente ineficiente – más aún cuando pensamos en condicionantes demográficos. Como nos gusta la carne, preferimos cerrar los ojos ante todos los procesos que llevan a que ésta aparezca en nuestro plato.
La solución, claramente, está en pasar de “cultivar animales”, una etapa que ha dado lugar a alimentos de peor calidad y a procesos que implican mantener a los animales en condiciones claramente subóptimas, y pasar a “sintetizar” o “cultivar” carne sintética, carne que no ha llegado a formar parte previamente de ningún animal con sistema nervioso central. Un proceso en el que se lleva tiempo trabajando (las meat farms aparecieron en la lista de los mejores inventos del año de la revista Time en el año 2009), en cuyo soporte económico ha colaborado el cofundador de Google, Sergey Brin, y que ayer tuvo su presentación en sociedad con la degustación de la primera hamburguesa obtenida íntegramente en un laboratorio mediante este tipo de técnicas. Tomar células del músculo de una vaca, y cultivarlas en laboratorio haciendo que se multipliquen en una matriz sin perder la mayoría de sus cualidades estructurales, dando lugar a un proceso con una productividad enormemente superior.
Una prueba satisfactoria, encuestas públicas mayoritariamente favorables, y un futuro no tan lejano – obviamente, falta el desarrollo industrial de procesos necesario para llevar el coste a niveles razonablemente competitivos – en el que nos encontraremos en nuestros supermercados dos tipos de carne idénticos, uno creado en un animal y etiquetado con referencias a la crueldad animal o a la ineficiencia ambiental que sin embargo seguirá teniendo su cierto hueco en determinadas preferencias de consumo, y otro que sabrá igual, tendrá una calidad similar y el mismo o menor precio, pero que estará creado en un laboratorio. No hablamos de ciencia-ficción, hablamos de procesos ya probados, que únicamente falta escalar industrialmente, y de opciones como el no-kill carnivore que no tienen que ver tanto con la tecnología como con la eficiencia y la ética.
Una de esas tecnologías con un impacto que va mucho más allá de su análisis inicial, y en cuyas connotaciones y aceptación social es importante trabajar adecuadamente. La “hamburguesa probeta” puede ser un titular que atraiga la curiosidad o incluso tenga cierta gracia, pero su trascendencia de cara a futuro va mucho, muchísimo más allá.